martes, 8 de enero de 2013

LAS GEMELAS


Esta es mi última novela publicada, pero no os confundáis; solamente es una, aunque cada edición lleva una portada distinta.
La que tiene la portada en tonos rojo/burdeos, proviene de la autoedición de 2011, y fue presentada en la Sala Mercado del área de cultura del Exmo. Ayto. de Nerja, poco antes de la Semana Santa. Al igual que con Emilio el loco, únicamente se puede conseguir en las librerías de Nerja, o solicitándola vía e-mail al autor (p.iranzo@hotmail.com). El precio es de 13 € + 3 € de gastos de envío, y la recibirás por correo ordinario contra reembolso.  
La de la portada en tonos oscuros es el resultado de la edición por parte de la editorial Novumpro y United-pc (diciembre de 2012), y se puede adquirir directamente de la editorial o en Amazon.es y otras páginas de internet. Si estáis interesados, ahí van los enlaces: http://es.united-pc.eu/libros/narrativa-novela/adelina.html?tx_mdprodukte_pi1%5bpointer%5d=5&cHash=3a54c5377a29cd2ceeb970578c0e9195 y  http://www.amazon.es/Adelina-Un-Cuento-Sin-Hada/dp/8490153833

A pesar de que la historia es idéntica, cambia un poco el formato, y como consecuencia de ello también el número de páginas, que son algunas menos de 400 en la roja, y pocas más de 400 en la negra.
El prólogo lo realizó el ya fallecido D. José Adolfo Pascual Navas, Cronista Oficial de la Cueva y la Villa de Nerja, gran persona y mayor amigo, profesor de varias generaciones de nerjeños, a las que inculcó el amor por el arte y el deporte, y con el que Nerja siempre tendrá una deuda de gratitud.

SINOPSIS: Enrique y Adelina son dos jóvenes que toman conciencia el uno del otro allá por 1.980, en la famosa playa de La Torrecilla, en Nerja. A partir de ahí, sus vidas quedarán enlazadas, siendo la propia Adelina la que nos narre, en primera persona, el devenir de su relación, llevándonos de la mano por una Nerja que ya forma parte del recuerdo y presentándonos a personas reales, que juegan su papel ficticio en esta obra.
Entre pinceladas de humor, momentos de dicha e inseguridades juveniles, la pareja se va forjando a sí misma hasta alcanzar un estatus envidiable en la localidad. Pero, como indica su título, esta novela no es un cuento de hadas, y el destino cruel se encargará de desmoronar ese mundo que con tanto esfuerzo han creado. 

La considero, quizá, mi mejor novela. Espero que os guste. 


I

Don Pedro se encontraba en su despacho, delante del almanaque, tratando de imaginar cómo serían los próximos años, los cursos que vendrían… Tarea imposible para alguien incapaz de ver el futuro, aunque una cosa estaba clara; el año 1.979 se acababa, y pronto estrenarían año y década.
La paz del hombre fue quebrantada por la repentina entrada en la sala de un maestro al que se veía algo alterado, aunque teniendo en cuenta que su cometido durante el recreo consistía en vigilar a más de cuatrocientos alumnos de todas las edades y tamaños, velando por su seguridad, lo cierto es que lo extraño sería verle relajado.
—Pedro, una pelea entre alumnos, los he llevado al aula de cuarto.
Casi a diario se producían pequeños altercados como el que le relataba el maestro, y casi siempre se solucionaban con una bronca y obligarles a disculparse el uno con el otro, para, al fin, zanjar el asunto con un apretón de manos. El director estaba ligeramente desconcertado, no acertaba a entender por qué los habían llevado allí, ni mucho menos por qué tenía que ocuparse del asunto el director en persona. Enarcó las cejas, esperando una explicación que no llegó; un estruendo de mesas y sillas arrastrándose y cayendo llenó el despacho, sobresaliendo incluso por encima del griterío proveniente del patio, apenas a cinco metros de la puerta.
Los dos hombres se miraron confusos, tratando de identificar la procedencia de los sonidos, que bien podrían tener su origen en cualquiera de las seis aulas que existían en aquel módulo del colegio, tres de ellas en la planta de arriba, cuando nuevamente se sucedieron unos golpes y más sonidos de pupitres por el suelo.
Los dos docentes salieron del despacho y entraron en el aula de cuarto prácticamente a la vez, y casi a la velocidad del sonido, para quedarse helados ante el panorama que se ofrecía a sus ojos en la mencionada sala.
Apenas permanecían en pie unas pocas mesas con sus sillas, el resto se repartían por la clase de manera caótica. Al fondo se encontraba un alumno de espaldas, con los puños cerrados, crispados, mirando en dirección adonde la pared y el suelo se unían. Cuando llegaron a su altura alcanzaron a ver lo que el niño contemplaba; tirado sobre el piso y con la cabeza ligeramente apoyada en el zócalo de madera se encontraba otro alumno, inconsciente, con la mirada en blanco y un reguero de sangre que le salía de la nariz y le chorreaba por la boca y la barbilla para acabar empapando una camiseta que antes era blanca.

Por aquellos días la vida era deliciosa. La única preocupación de Enrique consistía en no llegar tarde a clase, porque a varios maestros, la mayoría, por cierto, les gustaba dar un coscorrón a los rezagados a la voz de el que se duerme se espabila, aunque ninguno aclaró nunca a qué se referían exactamente con la coletilla anexa al golpe. Algunos de sus compañeros de clase se convirtieron en asiduos del coscorrón, tanto es así que en contadas ocasiones se dio el caso de que al entrar el maestro en la sala y encontrar sentado en su pupitre al que siempre se le pegaban las sábanas se sorprendía.
—Jaime, ¿eres tú, o es que estoy soñando? —Preguntó en una ocasión.
—Sí, maestro, es que hoy me he despertado a tiempo —contestó su amigo Jaime, sentado justo delante de él.
 Entonces Don José se dirigió hasta donde se encontraba Jaime y le propinó un coscorrón, de la misma manera que si hubiera llegado diez minutos tarde, y antes de encaminarse nuevamente a su mesa comentó “es la costumbre”, pero lo hizo mirando a Enrique a los ojos. Todos sabían sobradamente que lo dijo a la clase entera, esbozando un muy negro humor negro, sin embargo parecía que se dirigía tan sólo a Enrique. Y él supo de inmediato lo que significaba eso; “algún día te tengo que pillar, Enrique Bueno Acosta”. Jamás había llegado tarde a clase, pero desde aquel día supo que no podría hacerlo en adelante, ya que el castigo sería ejemplar. Como si los maestros del colegio público San Lorenzo necesitasen de alguna excusa para infringir castigos físicos a los alumnos. Cuando Enrique comenzó su sexto curso en dicho colegio, la máxima de la letra con sangre entra permanecía en pleno apogeo y los bofetones, los varazos en la mano o en la cabeza y los castigos de dos horas después de clase, encerrados bajo llave en el aula, estaban a la orden del día. Enrique, así como la gran mayoría de sus compañeros, dedicó muchas horas a hacer copias. “Para mañana me traes cincuenta copias de la lección, verás como así te la aprendes”.
No quiero decir con esto que el colegio San Lorenzo fuese la materialización en la tierra del infierno, ni que todos los maestros se comportasen de la misma manera, pero sí es cierto que algunos alumnos sentían verdadero pánico al atravesar sus puertas.
Aun así, los niños cicatrizan sus heridas con mayor rapidez que los adultos, y si bien es cierto que las clases resultaban tediosas y amenazantes en multitud de ocasiones, también lo es que a la hora del recreo todo se olvidaba y el alumnado se comportaba como lo que tenía que ser; una algarabía de chiquillos gritando y jugando, exhibiendo un derroche de energética juventud tal, que corría el rumor de que los maestros se cebaban con ellos debido a que ya no eran jóvenes y no soportaban aquel insultante comportamiento. Don José es así de cabrón porque nunca ha sido niño, se comentaba en el patio.
Enrique era un niño más; de los primeros para jugar a “sota, caballo y rey”, o a “multisota”, que a pesar de lo peligroso que resultaba que un solo chico tuviera que soportar sobre su espalda el peso de todos los demás, era uno de los juegos más atractivos. También se perfilaba como uno de los primeros líderes de su clase. En varias ocasiones resultó elegido capitán de uno de los dos equipos de fútbol que se conformaban con los cuarenta y siete alumnos de su clase. Resultaba difícil de comprender que seis aulas de más de cuarenta estudiantes cada una se concentrara en el patio del colegio, no mucho mayor que un campo de fútbol sala, y se disputasen en media hora seis partidos simultáneos con doce equipos de más de veinte jugadores cada uno, algunos de ellos con pelotas de plástico e incluso con bolsas rellenas de papeles y otras bolsas. El recreo constituía, por sí solo, el único aliciente del colegio para todos aquellos niños.
Fue en ese patio donde Enrique tuvo lo que se podría calificar como su primer problema serio. A falta de apenas un minuto para la reanudación de las clases, él se colocó el primero de la fila, irónicamente para ser el primero en entrar a clase, y entonces, sin previo aviso, recibió un fuerte empujón que le hizo trastabillar durante unos pasos hasta que por fin logró recuperar el control sobre su equilibrio. No cayó al suelo, pero fue por pura suerte. Enseguida se dio la vuelta para ver qué había pasado. Supuso que algún niño mayor le golpeó sin querer, inmerso en quién sabe qué juego, pero se quedó de piedra al comprobar que no fue nada de eso lo que sucedió. En el lugar donde estaba de pie aguardando la hora de volver a clase ahora se encontraba Borja Vivas, el niño más chulo de su clase. Azote de empollones —o de pelotas, que era como se les conocía en aquellos tiempos—, maltratador de débiles y secuestrador de meriendas. Era el típico niño malo que disfrutaba torturando a cualquiera que considerase, ya no sólo inferior, sino también, distinto a él.
Borja no era más alto que Enrique, ni su constitución más desarrollada, sin embargo nadie dudaba que fuera el más fuerte de la clase y el que tenía más mala leche. Lo cierto es que esto era debido a la fama que le precedía y al apoyo incondicional del resto de los gamberros de la clase, los cuales le seguían y obedecían como si de perros falderos se tratase. Si Borja tenía un problema con alguien, éste sabía perfectamente que tarde o temprano un grupo de niños malos aparecería para darle una lección.
Enrique estaba sorprendido; Borja Vivas le había empujado para arrebatarle el primer puesto en la fila.
—Ése es mi sitio, yo estaba ahí desde hace un rato, yo soy el primero de la fila —dijo Enrique tratando de que su voz no denotase temor.
—Ya no, ahora el primero soy yo. Gracias por haberme guardado el sitio.
Las palabras de Borja sonaban a desprecio, al mismo desprecio con el que trataba a todo el mundo. Enrique se acercó a él, aunque guardando cierta distancia.
—Devuélveme mi sitio.
—Vete a la mierda.
Enrique entonces trató de apartarlo colocándose a su lado y empujando con el hombro, una manera infantil de intentar recuperar lo que él consideraba suyo por derecho. El siguiente empujón que recibió le despidió nuevamente a un par de metros de distancia, y eso a pesar de que estaba preparado por si sucedía algo por el estilo.
“Pero qué se ha creído el tonto este”
Se acabaron las negociaciones, había llegado el momento de actuar. Si Borja Vivas se salía ahora con la suya, él siempre sería una víctima más, otro pardillo al que humillar cada vez que quisiera. Sin pensarlo se abalanzó sobre él y le empujó en el pecho, no por la espalda como lo hizo él, haciendo que Borja retrocediese a trompicones hasta que se sentó de culo en el cemento del patio. Su cara se tiñó roja de rabia y tan rápido como se lo permitieron sus piernas se levantó, arremetiendo contra Enrique. El espectáculo estaba servido.
¡Pelea, pelea! Se oyeron algunas voces, y un curioso corro de estudiantes se formó casi al instante alrededor de los dos contrincantes, ajenos al resto del mundo, enzarzados en una pelea de chiquillos, pero a puñetazo limpio. Ninguno iba a rendirse, ninguno dejaba de dar golpes al otro sin siquiera mirar dónde acertaban.
Después de más de un minuto de golpes indiscriminados uno de los profesores los separó violentamente, zarandeándolos al mismo tiempo por la camiseta y tras agarrarlos por una de las orejas los llevó, prácticamente levitando, hasta una de las clases de la planta baja, la primera y más cercana al patio.
—Quedaos aquí y preparaos, que voy a por el director —dijo en tono amenazador el maestro. Los dos sabían que no sólo se trataba de una amenaza; en el colegio San Lorenzo las peleas entre alumnos se castigaba con severidad, y aunque casi nunca se expulsaba del centro a nadie, ambos presagiaban ya, al menos, un par de ostias y un montón de tardes de “permanencia”, que no era otra cosa que “permanecer” en el colegio dos horas más después de la salida. Algo que no carecía de ironía, ya que la reyerta tuvo su origen precisamente en la ambición de los dos por ser el primero en entrar a clase. A Enrique le ardía la oreja por la que le habían levantado del suelo, supuso que a Borja también, y no pudo evitar mirársela. Roja como un tomate.
—Eres un capullo, todo por tu culpa —le reprochó Borja.
—Y tú un cabrón.
Aunque ninguno conocía el significado exacto de la palabra cabrón, si sabían que era el mayor insulto que se le podía decir a alguien sin meterse con su madre. No hizo falta nada más; Borja arremetió de nuevo contra Enrique y tras cogerlo por la ropa comenzó a empujarle, arrastrando y tirando los pupitres con los que Enrique iba tropezando. En un momento dado las fuerzas se equilibraron y se quedaron estáticos, cada uno tratando de que el otro reculara. Entonces Borja se soltó y comenzó a lanzar golpes de igual manera que unos momentos antes en el patio. Enrique hizo lo propio.
Pero algo había cambiado en la mentalidad de Enrique. A pesar de la cantidad de puñetazos que se intercambiaron los dos estaban intactos, no había daños de consideración. Enrique comenzó a pensar con la cabeza en lugar de con las manos.
Así no voy a conseguir nada.
De repente lo vio claro; uno de los golpes de Borja le dio de lleno en el hombro y de rebote le alcanzó cerca de la oreja, y poco después otro parecido, pero desde el otro lado, alcanzó a tocarle el pómulo. Borja trataba de golpearle en la cara, igual que en las películas de vaqueros que daban por televisión los sábados por la tarde. Entonces, durante una fracción de segundo tuvo un objetivo claro, y con la rapidez que le ofrecía la adrenalina disparada por sus venas lanzó su derecha con el puño férreamente cerrado.
Borja retrocedió un paso. No tenía ni la más remota idea de lo que acababa de suceder, ni siquiera vio venir el derechazo de Enrique, tan sólo un resplandor repentino, como un fogonazo, y luego el silencio. Ahora sí tenía una ventaja real sobre su contrincante, el directo al rostro de Borja le alcanzó de lleno, había podido sentirlo en su puño, y se le ofrecía desconcertado, con la mirada perdida y los brazos entreabiertos, era el momento de ganar el combate.
Disparó otro derechazo a la nariz de Borja que resultó ser otro acierto contundente, le siguió un golpe con la izquierda, bastante inofensivo, y para finalizar un nuevo directo con la diestra. El sonido que produjo el tabique nasal al romperse se grabaría para siempre en su memoria.
Borja cayó por encima del último pupitre golpeándose primero contra la pared y después en el suelo. Tenía sangre en la cara.        

Enrique pasó más de veinte minutos solo, sentado en una silla acolchada del despacho de Don Pedro. Durante todo ese tiempo la única persona que entró allí fue el profesor de matemáticas, que al echarle de menos en clase y verlo sentado junto al rincón de la estancia, le interrogó por el motivo.
—El director me ha dicho que no me mueva de aquí hasta que él regrese.
El hombre no preguntó nada más, dejó la carpeta que sostenía en la mano sobre la mesa y se marchó.
Enrique aún no lo sabía, pero a Borja lo habían llevado al médico. Don Pedro, con la ayuda del otro profesor, logró que recuperase el conocimiento e incluso que caminase por su propio pie, aunque lo hacía como un pato mareado, pero lo que no consiguieron fue cortarle la hemorragia nasal al niño. Por la calle Granada, en dirección a la consulta de Don José Maldonado, los dos adultos le agarraban cada uno por un brazo, turnándose para sostenerle el pañuelo con el que trataban de controlar la sangre.
Cuando Don Pedro entró en el despacho y cerró la endeble puerta de madera y cristal tras de sí, Enrique sintió cómo se le espesaba la sangre. Todo el alumnado, y parte del profesorado, temía al director. Nadie osaba desobedecer sus órdenes, y aunque por lo general no acostumbraba a imponer castigos corporales, eran míticos sus guantazos; se decía que era el profesor con la mano más dura de toda la provincia. Literalmente.
Don Pedro pasó varias veces por delante de él, sin mirarle, desde la puerta hasta la pared y de vuelta, a grandes zancadas —que con cuatro que daba se le acababa el despacho—, con una mano en la barbilla, como pensando, y la otra a la espalda. Se sentía indignado; además de enseñar y educar a los alumnos, la fórmula era evitar las peleas, y resultaba que aquel mocoso que se encontraba en la sala se había saltado las normas a la torera, ya no exclusivamente por la pelea en sí, sino por el hecho de que le rompió la nariz y dejó sin sentido nada más y nada menos que al hijo del señor Vivas. No sólo estaba indignado, la preocupación le comía por dentro. Borja Vivas era el intocable del colegio, a ningún docente se le hubiera pasado por la cabeza ponerle jamás la mano encima y ahora, casi en sus propias narices, por poco lo desgracian. “Recuerda, Pedro, que aunque tú seas el director, el colegio es mío”, las palabras del señor Vivas resonaban en su mente desde la lejanía, “…te encomiendo la enseñanza de mi Borja; haz de él un hombre de provecho”.
Hacer de Borja un hombre de provecho no iba a resultar tan fácil como imaginaba su progenitor. El muchacho, ya desde niño, se hubo dado cuenta de que su estatus en el colegio era diferente al de los demás alumnos. No recibía castigos físicos e incluso los de otro tipo siempre resultaban insignificantes comparados con los que soportaban sus compañeros. Los otros estudiantes le temían y procuraban por todos los medios evitar ser el blanco de sus burlas, que incluían patadas en el patio, zancadillas en los pasillos y otras vejaciones en los servicios. Decididamente Borja Vivas no era precisamente un angelito. Y, tal y como pudo constatar el director, tampoco era intocable.
La ira contenida de don Pedro acabó por estallar y sin previo aviso le soltó una bofetada a Enrique que casi le hizo caer de la silla. El hombre pareció sorprenderse por la manera en que había perdido el control y también por el hecho de que a pesar de la potencia del golpe, el muchacho lo soportó estoicamente. Por su parte, Enrique, se sorprendió al comprobar el motivo por el que se decía que don Pedro tenía mano dura.
“Y tan dura”, pensó mientras posaba su mano en el lugar donde un instante antes se estampó la del director. La cara le echaba lumbre.
—Don Pedro —comenzó a decir Enrique con voz temblorosa—, Borja me ha empujado por la espalda, me ha provocado y ha sido el primero en golpear… yo lo único que he hecho ha sido defenderme… ¿de verdad cree usted que me merezco la ostia que me ha metido?
El director estaba fuera de sí. Con un raudo movimiento levantó de nuevo su mano, pero no llegó a descargar el golpe, por el contrario se detuvo, como si vacilase en hacerlo. Fue en ese instante en el que la voz del chico se oyó de nuevo en el despacho, firme y segura.
—No vuelva a pegarme sin motivo. Jamás —enfatizó.
Don Pedro apretó los dientes; la mano temblaba sobre su cuerpo esperando el momento de descargar un nuevo bofetón, mientras los ojos de aquel preadolescente permanecían clavados en los suyos, desafiantes.
Finalmente fue la mesa de director la que recibió el poderoso impacto del puño del hombre. El bolígrafo y la grapadora saltaron por los aires. La lámpara flexo acabó en el suelo.
—Vas a estar castigado hasta final de curso —arrastró las palabras casi sin separar los dientes—, ¡desaparece de mi vista!
Un rato después de que se quedase solo en su despacho, el director aún permanecía con ambas manos apoyadas sobre la mesa, la cabeza baja, cavilando en la mejor manera de tratar el asunto con el señor Vivas.


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