martes, 8 de enero de 2013

EL CHICO MALO


GÉNERO: Ficción moderna.
Nº de páginas: 215
Prologado por el propio autor.
Precio: 10 €
VENTA: En las librerías de Nerja. También puedes pedirlo directamente al autor (p.iranzo@hotmail.com), y lo recibirás contra reembolso, más los gastos de envío (3 €). No olvides indicar tu dirección completa.

Tres años después publiqué mi segunda obra: Emilio el loco.
En ella decidí dejar de lado esa ternura que rezuma la pequeña Rocío en El cuaderno azul y forjé un personaje casi siniestro, a la vez que encantador, con un turbulento pasado.
Después del robo de una joya, la Diosa Tierra le recluta como guerrero con la misión de proteger a las mujeres de su pueblo de unos maléficos demonios que las están asesinando. Entonces se convierte en el señor De la Rosa, un hombre dotado de una fuerza y un poder mental que rozan lo sobrenatural.

Emilio tendrá que hacer gala de todos sus recursos para enfrentarse al príncipe de los demonios, Xanon, aun convencido de que no podrá vencer.

CAPITULO  I

El señor De La Rosa apenas es consciente de ser el centro de atención del local; con su metro noventa, el imponente abrigo negro, así como sus rasgos latinos coronados por unos profundos ojos de un tono entre marrón y verde. Las dependientas de la joyería no logran concentrarse en su trabajo, y las clientas dudan más de lo habitual en la selección de alguna pieza, destinada a realzar sus atributos, o su estatus. Podría decirse que es el catalizador mediante el cual se disparan las hormonas femeninas, el ambiente se impregna con ese inodoro y dulce aroma de las feromonas. Ninguna de las mujeres presentes dudaría en caer rendidas a sus brazos, y algunos de los señores tampoco. Ejerce un magnetismo sobrehumano del que casi nadie logra enajenarse.
Una señora, de aire glamoroso y aspecto noble, con su abrigo de piel, se sitúa junto a él, excusada en la contemplación de las joyas expuestas en la vitrina, y envalentonada por la cincuentena que le da ese derecho a tutearse con la vida. Mientras admira un gran broche, se recrea aspirando la sutil fragancia así como los etéreos efluvios que rodean a ese Adonis presente a su lado.
—Jamás había visto un broche de tan fino y exquisito gusto. ¿Y usted?
El hombre la mira un instante, pues ni siquiera había reparado en su presencia. La señora se siente rejuvenecer, tras comprobar como sus piernas flaquean y algunas mariposas revolotean en su estómago, a la vez que el hombre clava sus ojos en ella. Después él retorna la mirada al broche, mientras la dama continúa saboreando su perfil, luchando por no dejar escapar un suspiro.
—Ciertamente no le falta a usted razón, pues se trata de la mejor réplica que nunca he visto de su original. La rosa principal está exquisitamente detallada… y esas filigranas arrojan la tersura que sólo la misma flor viva es capaz de superar. Pero sin lugar a dudas, el espíritu del artista se ha manifestado sobre manera en la recreación del rostro femenino inmerso en la rosa. El original muestra una faz más oronda, más ambigua, plena de vida y preñada de divinidad. Ésta sin embargo es más coherente con los dictámenes de la moda actual. ¿No le parece a usted? Señora. –
La mujer, que no se ha enterado de nada, responde rendida…
—Lo que usted quiera caballero.
En ese momento aparece desde atrás el encargado de la joyería.
—Señor De La Rosa, mi padre le está esperando, no se encuentra muy bien… pero ha accedido a hablar con usted.
—Discúlpeme señora, ha sido un placer.
Los dos hombres se alejan hacia el fondo del establecimiento, seguidos por las miradas de los presentes, hasta desaparecer por la entrada a la trastienda. Después, paulatinamente y como por arte de magia, cada cual continúa con sus quehaceres, inundando el aire con palabras y susurros.
Ambos entran en el despacho de Don Felipe, y realizada la presentación su hijo sale de la estancia cerrando la puerta tras él.
 La iluminación de la sala resulta lúgubre, sólo alegrada parcialmente gracias a la amarillenta luz emitida por una lámpara de sobremesa, capaz de iluminar fantasmagóricamente la zona del escritorio. Los ojos del señor De La Rosa tratan de adaptarse a la escasa luminosidad, mientras escrutinan el rostro del hombre sentado en el sillón, sin lograr más que percibir su silueta. Como un susurro, cargado de ancianidad y con trasfondo del típico siseo que producen unos cansados pulmones, suena la voz de Don Felipe.
—Por favor, señor De La Rosa, siéntese.
Éste así lo hace y comprueba que el haz de luz, ahora entre ambos, dificulta aún más la visión.
—Me ha comentado mi hijo… que está usted interesado en “La Diosa Tierra”.
 De La Rosa asiente con la cabeza. Es consciente de lo delicado del tema.
—Debe usted saber… señor De La Rosa… que se trata de una obra… maestra. Yo mismo la diseñé, la maqueté, y tras muchos intentos infructuosos… logré que el mejor de mis orfebres… lograra una base aceptable. Lo suficiente para… que yo mismo creara esa espléndida… joya que usted desea. Créame cuando le digo que… sólo le pedía a Dios… que me diese fuerzas y… tiempo para finalizar lo que… considero mi mayor logro.
La voz del hombre suena cada vez más débil, viéndose obligado a realizar pausas intermitentes, luchando por respirar.
—Dos años de mi vida he… invertido en la génesis… de ese broche.
—No lo dudo, Don Felipe. Pero yo no estoy interesado en el broche. Lo que yo anhelo es el medallón de La Diosa Tierra.
Las palabras del señor De La Rosa han caído como un jarro de agua fría sobre Don Felipe. El silencio colma la sala, sólo cortado por la ruidosa respiración del anciano, durante un par de minutos que el comprador soporta pacientemente.
—Me halaga usted joven. Y Dios sabe que… nada me gustaría más. Sin embargo soy viejo… enfermo y mis manos ya… no son lo que eran.
El hombre estira los brazos, apoyando las manos sobre la mesa, bañadas por la tibia luz pajiza. De La Rosa las contempla temblorosas, salpicadas de manchas, desprovistas de carne, mostrando a sus ojos los tendones y las venas finas cuales trazos azulados. Piel seca, frágil, agrietada, recubre las hinchadas articulaciones de los dedos.
—Me temo que no me ha comprendido. No deseo una réplica ni una obra de arte con su firma. Don Felipe, yo he venido a por el medallón de La Diosa Tierra. El auténtico.
—Me sorprende en una persona de su clase… esa arrogancia… y desconocimiento sobre una de… las piezas más buscadas por el ser humano. La Diosa Tierra no existe… se perdió en los límites de la historia. Lo único que ha perdurado… hasta hoy, es su leyenda. ¡La Diosa Tierra no es más que un mito! Coj, coj…
Repentinamente un acceso de tos siega las palabras del hombre, provocado por una excitación mal contenida. Mientras trata de sosegarse, y limpia su boca con el pañuelo preparado a un lado del escritorio, el señor De La Rosa toma la iniciativa, atacando con firmeza.
—¡Le está matando, Don Felipe! Y usted lo sabe. La Diosa Tierra nació para equilibrar el poder del mal. Por consecuencia su misión es acabar con él, y su corazón, Don Felipe, no es puro. ¡Mírese!
De La Rosa toma la lámpara enfocando directamente al anciano. Éste retrocede en el sillón, con los ojos hundidos muy abiertos, cubiertos por una neblina blanca y traslúcida. El pañuelo manchado de sangre tapa su desdentada boca y sus pómulos, como el resto del rostro, marcan claramente una calavera casi desnuda de carne. Sólo pellejo, apergaminado y surcado por una infinidad de arrugas, que va cayendo en cascada hasta el cuello y más allá, bajo la ropa. El anciano tiene la mano en el pecho, aferrando lo que parece ser un objeto circular, tras los elegantes ropajes que viste, grande casi como su mano abierta.
—Tiene sesenta y tres años y aparenta más de noventa. Estos tres últimos años, desde que posee el medallón, ha envejecido usted tres décadas. La Diosa Tierra se defiende, está absorbiendo su energía vital, su alma. Y ésta se aferra a su debilitado cuerpo, consumiéndolo. No podrá soportarlo mucho más. Usted no quiere dejarla ir y ella a cambio le va a matar.
—¡Está usted… loco! Coj, coj…
—Yo sé hace tiempo que el medallón había llegado a sus manos. Yo mismo, Emilio el loco, lo robé al correo de La Diosa, ¡Yo lo he tenido en mis manos! ¡¡Yo he sentido su poder!! Lo vendí por un puñado de droga y finalmente llegó al turco. Pero él supo deshacerse rápido de la maldición, antes que acabase con su podrida alma. Y usted pagó por ella mucho menos del propio valor del oro con el que se concibió. Pero continúa pagando; con su vida, con su alma. Llevo un año aguardando, velando por usted y por La Diosa. Sólo tenía que esperar a su muerte, un par de meses a lo sumo, para hacerme con ella. No creo que su hijo mostrase asco a una suculenta suma. Pero los demonios del Mal se acercan; sienten su presencia y no descansarán hasta poseerla. Infectándola de maldad, de lujuria, de envidia, avaricia, enfermedad y muerte. Guerras, asesinatos, violaciones… la caja de Pandora se moriría de vergüenza.
La voz del señor De La Rosa va subiendo de tono, a la vez que su cuerpo parece irradiar una especie de aura luminosa con un extraño y fluorescente color azul. Don Felipe juraría por Dios que el ser ante él, con esa formidable voz como de ultratumba, no es humano.
—¡¡DEME EL MEDALLÓN, CONCÍLIESE CON SU ALMA Y MUERA EN PAZ!!

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