LA PRÓXIMA

EL MEDALLÓN DE LA DIOSA TIERRA

Este es el título de mi última novela, inédita todavía, y que espero que vea la luz en este año.
Aún no tiene portada, por lo que no os puedo facilitar una imagen, pero ya estoy trabajando en ello.
Del argumento tan sólo os diré que se trata de una nueva entrega de las aventuras de "Emilio el loco", más dinámica y trepidante, en la que el protagonista (y por lo tanto, el lector) apenas tiene tiempo para tomarse un respiro.
A continuación podéis leer las opiniones de algunos lectores/amigos a los que les pasé el manuscrito, y al final de esta página, si pincháis en "leer un cacho", podréis disfrutar, en primicia, del primer capítulo.

Nina Derboeva, nerjeña de vocación, fue una de las personas elegidas en el mini sorteo que se realizó a traves del blog de "La aventura de escribir" (laventuradescribir.blogspot.com), que se denominó "Buscamos lectores", y cuya finalidad era la elección de dos personas que leerían, antes que nadie, esta nueva obra.
A continuación os paso, íntegra, la pequeña entrevista que mantuvimos:

Nina y Loli
Nina, de 24 años, ha sido una de las seleccionadas en el sorteo “Buscamos Lectores”, organizado por la Asociación Cultural la Aventura de Escribir y el escritor Plácido Iranzo. Afirma que es de esas personas que siempre tienen un libro empezado. Estas son sus impresiones sobre la nueva novela del autor nerjeño, El Medallón de la Diosa Tierra.

-Me ha gustado (mucho), es de una lectura fácil… y rápida. Es un libro que engancha desde el principio. Me sorprendió que la trama empezase en Canadá.
-¿Y eso?
-No lo sé, no lo esperaba. Incluso pensé que se trataba de una novela policiaca, de detectives y crímenes. Pero en cuanto seguí leyendo me di cuenta de que no era así.
-Aunque no podamos desvelar mucho, ¿cuál es tu personaje favorito?
-(Lo piensa un poco) Antón, el niño que conocen en África, por su inocencia y sensibilidad. Da la impresión de faltarle cariño.
-¿Hay algo que te haya sorprendido y que quieras compartir?
-Pues sí; sentí miedo, más que sorpresa, cuando a Emilio lo hieren y todo da a entender que morirá… ¡Pero si todavía me queda medio libro! Además, aun siendo lectora, había partes de la historia que no me esperaba, que me han dado la misma sorpresa que al protagonista.
-¿Por ejemplo?
-Las trampas que el demonio les tiende y en las que caen.
-¿Algún detalle que recuerdes?
-Me gusta lo sobrenatural, es algo que me atrae, y en esta novela hay bastante. (Se ríe) Recuerdo que me hizo mucha gracia cuando él se presenta como Julio Iglesias, pensé que eso se salía de la línea de la novela, pero luego me di cuenta de que era su comportamiento normal.
-¿Qué opinas del final, lo ves precipitado?
-No, no pienso que sea precipitado. A mí me ha gustado, es un buen final… y deja abierta una posible continuación.
-¿Has tardado mucho en leerlo?
-Qué va, no es un libro que se haga largo. Lo he leído en cuatro tirones, de verdad, sólo lo he cogido cuatro veces.
-Bueno, algo negativo tendrá ¿no?
-Sí (responde sin dudar), creo que faltan descripciones. No me gustan los libros con demasiadas descripciones, pero aquí pienso que faltan algunas. Del protagonista, por ejemplo, solo se dice el color de los ojos y que lleva un abrigo largo y negro.    
-Pero eso es para que el lector utilice su imaginación.
-Ya, pero con unas cuantas pistas más quedaría mejor.
-De 1 a 10, ¿Qué puntuación le darías?
-(Lo piensa de nuevo) Siete, ocho… entre 7 y 8.
-¿Eso es un ocho?
-Sí, pero porque me gusta este género de novelas.
-¿Algo que quieras añadir?
-Me ha sorprendido mucho que no se parezca en nada a “El cuaderno azul” ni a “Adelina, un cuento sin hada”, no parecen escritos por la misma persona.
-Gracias, Nina.
-(Se ríe) ¿Por qué?


José Luis Félez, buen amigo mío, y que sin proponérselo tuvo un papel muy importante para que "Adelina, un cuento sin hada" llegase a hacerse realidad, también remitió desde Zaragoza sus opiniones:

Ni soy nerjeño (algo que tampoco me importaría), ni pertenezco a vuestra lugareña
asociaciónculturalaventuradescribir.com, radicada en ese bello lugar malacitano.
Pero me enteré de la invitación hecha para emitir un criterio sobre un libro de reciente creación. Creación que ha llevado a cabo un nerjeño joven, hábil con el idioma y sorprendente inventor de historias. Historias de todo tipo, pero sobre todo humanas; historias nada comunes pero en nada vulgares; historias de ancianos, para que las lean los jóvenes; historias de jóvenes, en las que éstos pueden hacerse un hueco y crearse un papel. Historias en su mayoría dotadas de originalidad, dando muestra de su imaginación. Si un día se decidiera por escribir una historia real, seríamos los lectores quienes le pusiéramos un punto especial, bien para no sufrir con la realidad, bien para gozar de ella en plenitud. El autor del que se trata es así de considerado con sus lectores. Tiene la habilidad de no darles nunca todo: que ellos participen también.

Su nombre es Plácido Iranzo Acosta. Vosotros lo conocéis más que yo. Y mejor. Por eso creo que solo vuestra galantería me dejará un espacio en vuestra asociación para mostrar que soy uno de esos lectores que, buscados, ha sido encontrado.

EL MEDALLON DE LA DIOSA TIERRA. Así se titula su último libro. Un libro trepidante, que tan apenas deja respirar, en el que los sucesos son ininterrumpidos, en el que volvemos a encontrarnos con Emilio el Loco, con sus apariciones oportunas e inesperadas, con sus traslados en el tiempo y en el espacio, imprevisibles y variados. Es difícil adivinar qué va a suceder y hay pasajes verdaderamente sorprendentes: la explosión de la casa y la deliciosa aventura en la selva, cautivan e impiden cortar la lectura.

Además, a título personal, José Luis me dedicó estas palabras:
Acabo de tomar la determinación de buscar, todo el resto de vida que me quede, el Medallón de la Diosa Tierra, a ver qué es lo que puedo hacer con él. Solo con que usara la cuarta parte de la personalidad de los Emilios, Philip, Tamara, Marthas, Ramos... me quedaría la mar de satisfecho. Eliminar y combatir demonios ¡con los que hay en este mundo! sería algo impagable.
Bueno, es la primera frase que se me ha ocurrido al cerrar el libro. Igual es una chorrada, porque, la verdad, absorto en él, llegó un momento en que deseé ser hasta la elefanta...
Pues sí que te ha salido rápida, trepidante y sin dejarme descansar. Te lo aseguro: lo has logrado.

Como comprenderéis, no puedo sentir otra cosa más que satisfacción por esta novela y su protagonista, que ya es parte de mí, Emilio el loco.

Si os apetece leer el primer capítulo, pinchad en "leer un cacho".
 
I

El helicóptero toma tierra por fin en una explanada cubierta de hierba, después de una hora de vuelo. Parte del valle está alfombrado de pastos, que por un lateral se extiende en creciente pendiente hasta configurar la ladera de la montaña, mientras que por el otro, se va salpicando de árboles, medianos al principio, pero más abundantes y altos conforme se va empinando la ladera y el prado desaparece para transformarse en un bosque tupido y agreste. Al frente, las cumbres encierran poco a poco el paisaje, encajonando la depresión hasta sumirla en barrancos y desfiladeros, que serpentean para ir ascendiendo paulatinamente hasta las cimas nevadas del horizonte.
Del aparato desciende un sheriff de la guardia nacional seguido por un ayudante, un joven pelirrojo con el rostro salpicado de pecas, que corren agachados para salir del radio de acción de las aspas tratando que el viento generado por ellas no les vuele el sombrero. Cuando están suficientemente alejados, salta desde la cabina otro hombre, encaminándose hacia ellos, erguido, desafiando a la suerte, al tiempo que su largo abrigo negro ondea con violencia. Un agente de la policía montada les espera dentro de su ranchera, al abrigo del viento, junto a un grupo de árboles.
Se cumple el ritual de las presentaciones, entre apretones de manos y saludos con la cabeza. El rotor reduce la intensidad y su rugido va apagándose. Cuando vuelve el silencio, el grupo ya se ha perdido entre los troncos y la maleza; el piloto aguardará en su aparato hasta que regresen.
Tras seguir un camino en desuso, aunque practicable, alcanzan un claro en el que se topan con un vehículo con las ventanillas rotas, cerca de la pared rocosa, junto a la que aguarda otro policía. Una de las puertas del coche está tirada en la hierba, a unos pasos de distancia.
El hombre de negro es presentado como Juan Imedio, un agente de la interpol en misión de intercambio durante dos semanas. Aún le faltan tres días para regresar a Europa y dejar atrás las extensas llanuras y las grandes regiones montañosas de Canadá.
Enseguida suben todos por la pendiente de piedras y grava que se ha ido desprendiendo de la pared rocosa, en silencio. Todos saben lo que van a encontrar allí; los cadáveres de dos jóvenes de un pueblo cercano, dependiente de Alberta, atacados por un oso, un grizzli, casi con total seguridad. Tras ascender unos metros, entre las piedras aparece la figura de uno de ellos.
—Este es el cuerpo del primero, el chico. Como podrán ver tiene múltiples fracturas, entre ellas la del cuello, y al parecer la muerte se produjo hace cuatro días, quizá cinco, dado el estado de descomposición que presenta —les informa el agente.
—¿Salió del coche y el oso lo persiguió hasta aquí? —inquiere el sheriff.
—Es posible, señor, porque no hemos encontrado marcas que indiquen que fue arrastrado aquí arriba después de muerto. Los osos agarran a sus presas de un mordisco para trasladarlas, pero eso habría producido heridas sangrantes, aun cuando ya hubiese muerto, y no hay rastro de ella —señala la distancia hasta el coche, marcando con el dedo el camino que habría de seguir el animal con su presa. Los demás recorren la zona con la mirada, hay al menos diez metros y un desnivel de otros tres o cuatro.
—¿Quiere decir entonces que el cuerpo del chico no presenta heridas de garras ni de mordeduras?
—Así es, señor… ¿Delmedio?
—Imedio —le corrige el otro—, Juan Imedio.
—Puede que el oso le golpease con la garra, quebrándole algunos huesos sin llegar a herirle y arrojándolo sobre las rocas, donde seguramente acabó de producirse las demás fracturas, incluso es probable que le pisoteara, los oso suelen hacerlo, aunque no parece el caso.
—O sea —interviene el ayudante—, que el chico salió del coche, y corrió hasta aquí, buscando una zona elevada, quizá con la intención de subir por la pared de piedra para escapar. Pero el oso le alcanzó, dándole un zarpazo y estrellándolo contra las rocas.
—Sí, esa es la idea.
—Pero esta pared es demasiado alta, y casi no ofrece lugares para poder trepar por ella —el sheriff señala el corte de piedra y todos los demás la examinan; en efecto no parece fácil de escalar—. ¿No hubiese sido mejor idea intentar encaramarse a un árbol?
—El muchacho es de la zona, y conoce… conocía a los grizzlis. Esos bichos son muy hábiles subiéndose a los árboles, no le hubiese dado tiempo ni a alcanzar las primeras ramas.
—¿Qué es eso de allí? —Interviene Juan. Su dedo marca algo a unos cinco metros por encima de ellos, en la pared de piedra.
—Parece musgo, señor —aclara el agente.
—No, me refiero a esa mancha rojiza, a la derecha del saliente…
—Es musgo, señor —insiste el otro agente—. En verano, si es seco, se vuelven oscuros, ocres, marrones e incluso rojos. Es un brote de musgo pegado a la roca.
—¿Entonces no se trata de una mancha de sangre? —insiste.
—¿Está tratando de decirnos que el oso pudo arrojar el cuerpo hasta allí, y luego se despeñó sobre las piedras? Ni siquiera un grizzli podría lanzar a un hombre adulto tan lejos —aclaró tras unos momentos de reflexión.
Juan Imedio centra su atención en el coche, y luego sigue con la mirada la trayectoria que habría seguido el cuerpo por el aire hasta chocar con la pared de piedra, suponiendo que el oso lo lanzase desde allí, para acabar bajando la mirada al muchacho, en una postura imposible sobre la pedriza. El sheriff se ha dado cuenta de lo que piensa.
—Imposible. Hay diez metros hasta el vehículo, y esa mancha está a… ¿Seis, siete metros de altura? No, es imposible que un oso haga eso.
—¿Y si no fue un oso? —Se pregunta el hombre del abrigo negro.
—Es un brote de musgo seco —insiste el agente, que no ha dejado de mirar la mancha rojiza de la roca.
—Supongamos que es así —reflexiona Juan Imedio—. ¿Por qué el oso, una vez que atrapó a su presa aquí arriba, no se alimentó de ella?
El sheriff se vuelve a los agentes esperando una respuesta, dada su experiencia con ese tipo de animales.
—Es posible que la chica intentase huir también, atrayendo sobre sí la atención del grizzli, que corrió a por ella.
—¿Dónde está?
—Más arriba, a la derecha del arroyo, a unos cien metros.
Descienden de la pequeña plataforma en la que ha muerto el muchacho, el joven pelirrojo y el europeo bajan los últimos. En mitad de la pendiente el ayudante pisa en falso sobre una laja de piedra, que se desliza por encima de la gravilla suelta, que hace las veces de rodamientos. El hombre de negro le agarra por el brazo cuando ya casi su espalda golpeaba sobre los guijarros y las rocas, incorporándole tal que si de un niño se tratase.
—Cuidado donde ponemos los pies, no tengo ganas de cargar con otro muerto.
El ayudante le mira con recelo, mientras se frota el brazo, sintiendo todavía la presión de los dedos en su carne. El hombre de negro apenas le presta atención y acaba de descender, siguiendo los pasos de los otros. Pasan junto al coche, tratando quizá de imaginar la batalla que la pareja mantuvo con el oso, refugiándose en su interior, tratando de evitar las garras y sus fauces abiertas a base de patadas, defendiendo sus frágiles vidas con las manos desnudas.
Unas decenas de metros más allá, siguiendo la incierta senda que han abierto los animales del bosque a lo largo de años, el hombre de negro comienza a sentir en su interior la dolorosa certeza de la realidad, haciéndose palpable cada vez que su corazón inicia un latido, lacerándolo rítmicamente, como agujas de fuego helado que se clavan soltando su contenido envenenado en el torrente sanguíneo. Más arriba, a los pies de un tronco seco, entre las raíces podridas sobre la roca, se topan con el cuerpo de la chica. Una parihuela de material sintético de color naranja reposa a un lado, a la espera de albergar el cadáver, para después ser anclada en los patines del helicóptero. Encogido en su abrigo, el hombre de negro soporta la caricia de la muerte que se cuela en su alma, maldiciendo en silencio su fracaso.
El cuerpo está boca arriba, tan sólo viste un vaquero desteñido y ha perdido una de las zapatillas. Una pierna permanece recta mientras que la otra aparece torcida bajo el trasero. Los brazos descansan inertes, a ambos lados, ligeramente separados y con las palmas hacia arriba. Los ojos, hundidos y vidriosos parecen contemplarles por entre las larvas de los insectos carroñeros. El cuerpo presenta la cavidad abdominal destrozada, así como parte del tórax, dejando a la vista, desparramadas por los lados, las vísceras y los intestinos de la joven. Uno de los pechos no es siquiera reconocible y el otro mantiene sobre sí un girón de tela rosado, posiblemente un pedazo del sujetador. El hedor es insoportable y una nube de moscas  revolotea cuando se acercan.
—¿Y la ropa? —pregunta el sheriff.
—En el coche; pensamos que fueron sorprendidos por el oso cuando…
—Tampoco fue arrastrada por el animal, no hay rastro que indique que así fuese —aventura el ayudante pelirrojo.
—En efecto. Aunque en estos días ha llovido y pueden haberse borrado las marcas, siempre quedarían restos de sangre, algún surco en el barro… pero no hemos encontrado nada. El grizzli la atrapó aquí después de perseguirla —aclara el agente al mando.
—Y mientras intentaba defenderse con las manos, el oso le abrió la barriga y comenzó a devorarla cuando todavía estaba viva.
—¡Joder! —exclama el ayudante a través del pañuelo con el que se tapaba la boca, y luego se gira, ocultando una arcada.
—¿Qué opina usted, Imedio?
El hombre se había agachado junto al cadáver, su abrigo negro le cubría por completo, arrugándose sobre el barro seco y las hojas podridas. Su rostro refleja tanto dolor que se diría que la víctima podía ser alguien allegado, tanto como una hermana… o una hija, delatándose en su expresión abatida.
—Creo que hay demasiadas cosas que no encajan —el sheriff levanta las cejas, interrogante—. Como los desgarros en la piel y en los tejidos; no parecen dentelladas de un animal salvaje, sino, más bien cortes realizados con un instrumento afilado, un cuchillo o un punzón, quizá.
—Los grizzlis tienen los colmillos muy grandes, afilados como navajas, igual que sus garras. Pueden partir un cervatillo de un zarpazo con la misma facilidad que un carnicero corta un chuletero de cerdo —aclara el agente.
—Y también me pregunto —prosigue el hombre de negro sin prestar atención a lo que ha dicho el otro— por qué apenas se comió casi nada —señala con un bolígrafo que ha sacado del bolsillo de su abrigo—. Los intestinos parecen intactos, salvo por algún que otro desgarro, el hígado ha sido desplazado, arrancado de su lugar, igual que el estómago —los marca con el boli, a un lado del cuerpo—, mientras que los riñones y los pulmones permanecen en su lugar. Lo único que falta es el corazón.
—Puede que no estuviese hambriento, que se conformase con eso —aventuró el pelirrojo. El hombre de negro niega con la cabeza.
—No. No me cuadra. Un oso enorme… porque tendría que ser muy grande, ataca a dos personas en su vehículo, destroza las ventanillas y arranca de cuajo una de las puertas… Para eso debía de estar realmente hambriento. Mata al chico a golpes, machacándole los huesos, puede que incluso le arrojase por los aires hasta donde lo encontraron, y después persigue a la chica, abandonando una comida segura, para sacarle las entrañas y sólo comerse el corazón… No. Aquí hay algo que se nos escapa.
—Puede que no le guste la carne humana —dice el agente.
—O que la dejase para comérsela más tarde, quizá ahora mismo esté oculto en el bosque, observándonos… —el pelirrojo escruta entre los árboles con cierto nerviosismo.
—No me parece el comportamiento habitual de un oso —expone el sheriff.
El hombre de negro ha reparado en unas finas hebras junto a la mano de la chica, al parecer un mechón de pelo, que toca con el bolígrafo antes de cogerlas con la mano y acercarlas a su rostro para examinarlas.
—Es pelo de oso, lo hay por todas partes. Se frotan en los árboles, para marcar el territorio, y acaban perdiendo mechones que al final caen al suelo —explica el agente.
—Parece muy fino para ser de oso —interviene el sheriff, que se ha inclinado junto al europeo. Éste le dirige una mirada interrogante.
—¿Podría ser humano?
—Es pelo de grizzli —insiste el agente—, los osos tienen un pelaje más tupido y fino debajo, para protegerse del frío.
Ninguno de los dos parece conformarse con la explicación, especialmente el hombre de negro, que introduce el mechón en una bolsa para pruebas y se la guarda.
—Junto al coche he podido apreciar huellas humanas, de botas, como de militares… o de policías —el ayudante se estremece.
—Así es, también las hay junto a la chica y alguna que otra entre el coche y el cuerpo, pero no hay continuidad, quiero decir que no siguen un camino definido. No son más que algunas huellas anteriores al incidente y que no ha borrado la lluvia.
—¿Pueden ser las huellas de un hombre corriendo? —aventura el sheriff.
—Imposible. Están demasiado separadas… a no ser que fuese dando saltos de seis o siete metros… —una imagen terrible va tomando forma en la mente del hombre de negro.
—Esta es una zona bastante concurrida, muchas parejas acuden aquí buscando intimidad. También hay mucha caza… y los cazadores lo saben.
—¿Está intentando decirme que unos cazadores encontraron el cuerpo y no dieron aviso a la policía? —se extraña el sheriff.
—Quizá eran furtivos —se encoge de hombros el otro.
Durante unos momentos ninguno dice nada más, conjeturando, cada cual a su manera, lo que podía haberle sucedido a los dos jóvenes.
—Sheriff —dice entonces el agente al mando—, no quisiera parecer un incordio, pero llevamos aquí más de tres horas esperándoles, y tengo el culo helado. ¿Podemos recoger los cuerpos ya? 
—Claro, claro, agente —cruza una mirada con el hombre de negro, que parece suplicar algo con su expresión—. Empezaremos con el chico mientras Imedio examina el entorno, puede que encontremos más mechones de pelo para examinar en el laboratorio.
Al levantarse le da una condolida palmada en el hombro. Los cuatro se alejan, serpenteando entre los troncos y la maleza, desapareciendo de la vista. El hombre de negro se queda solo junto al cuerpo.
—Lo siento —murmura—, lo siento mucho, pequeña… —su expresión se crispa por el dolor y las lágrimas se desbordan de sus ojos.
Extiende la mano temblorosa hasta tocar el rostro de la muchacha y le cierra los ojos. Luego el brazo cae inerte, sus hombros se hunden y el cuerpo se convulsiona por el llanto.
Cuando los otros se disponen a ir en su busca, después de haber asegurado la camilla al helicóptero, una figura humana aparece de entre los árboles, llevando en sus brazos la parihuela sobre la que descansa la bolsa negra que contiene a la chica. El abrigo ondea al ritmo de los pasos, abierto por la brisa a modo de negro séquito.  

1 comentario:

  1. El Medallón de la Diosa Tierra, la última novela, todavía inédita, de Plácido Iranzo.

    ResponderEliminar