POR SIEMPRE... Y PARA SIEMPRE



Este relato es muy especial.
En primer lugar porque está basado en hechos reales, aunque he añadido un poco de fantasía.
Y también porque es el único relato que he escrito y que no puedo considerar como mío; Pedí permiso para escribirlo antes incluso de tener la idea clara en mi mente; Y más tarde, también solicité esa licencia para que otras personas lo leyesen; De hecho, está aquí, a tu disposición, porque he sido autorizado para ello.
Los verdaderos dueños de esta obra son los miembros de la familia Guerrero-González, al completo.
Espero que os guste.     


POR SIEMPRE… Y PARA SIEMPRE

      Todavía no estaba completamente segura, pero me daba cuenta de que algo no termi­naba de encajar, al menos completamente. Claro que tampoco me iba a preocupar por ello más de lo necesario, ya que con el día tan apacible y sereno que se me presentaba por delante, lo último de lo que quería preocuparme era precisamente eso; como si no hubieran ya en el mundo miles de pequeñeces sin sustancia que acaban por robarnos nuestro tiempo y nuestra paz.
      El sol ascendía y sus rayos me confortaban, y a pesar de que el mar indicaba que, con­forme avanzara el día una brisa suave saldría de él, yo estaba convencida de que no sería más que eso, una brisa placentera. Me encontraba tan a gusto que me dio por cantar, y eso que yo no fui nunca muy cantarina, y entre vueltas y de cuando en cuando una pirueta, dejaba escapar de mi garganta algunas notas que se perdían por el cielo, limpio y claro.
      Iba de aquí para allá, sin prisa, a mi ritmo, y me encontraba con personas que, como yo, se movían de un lado a otro. Sin embargo yo disfrutaba haciéndolo, mientras que algo me decía que esas personas no, que estaban destinadas a continuar vagando por siempre, buscando lo que con casi total seguridad no hallarían nunca.
      Yo era diferente. Estaba feliz. Y cantaba. Y daba vueltas sobre mí misma, una y otra vez, o bajaba hasta casi tocar el suelo… y después me impulsaba hacia arriba, con fuerza, como si quisiera escapar de la gravedad y seguir subiendo hasta lo más alto del cielo, con la cabeza erguida y el aire dándome en la cara.
      Pero de nuevo una fuerza extraña, como un recuerdo lejano, me hacía regresar al mismo lugar, y me encontraba con mi imagen reflejada en el cristal, sorprendiéndome. Igual que yo la sorprendía a ella, que me miraba con ojos tiernos, con mis ojos.
      Entonces le cantaba a mi propia imagen, le hacía algunas monerías de las que nos reía­mos al mismo tiempo y, enseguida, como animándola a perseguirme, me daba la vuelta y salía volando. Unas veces me dejaba caer haciendo un picado para quebrar el vuelo justo por encima de las copas de los árboles… otras, me elevaba rápido sobre la casa, la rodeaba en un instante y aparecía por el otro lado. Pero mi reflejo siempre permane­cía allí, como atrapado en ese cristal. Solamente en el cristal de aquella ventana, porque por más vueltas que le di a la casa, por más ventanas a las que me asomaba, y por más reflejos que me aseguraban que eran yo misma, la verdad es que tan sólo delante de aquélla me encontraba contenta. Era como si una parte de mí permaneciese retenida por el cristal, como si mi alma perdurase conectada con esa imagen mía que podía ver a través de la ventana.
      Sí, porque me veía no sólo en el vidrio, sino también detrás. Y podía contemplar mis alas moviéndose con energía, desplegando los reflejos azules y brillantes unas veces y multicolores otras, desgajando todo un arco iris arrancado de los mismos rayos del sol. Pero también me veía a mí misma de otra manera, de una manera que no era capaz de entender, que no lograba asimilar, porque a pesar de que era yo… no podía serlo.
      Porque yo soy una golondrina, y mi reino es el de los cielos… y no ese sitio sombrío que hay detrás del cristal. Me encanta pasar rozando el agua con las puntas de mis alas, a menudo me doy un chapuzón, y moverlas velozmente hasta ganar altura para, después, dejarlas inmóviles mientras me guío con la doble cola a modo de timón, y separo el aire con tanta gracia que se me sube la coquetería, de manera que me arreglo un poco para estar bonita, y entre piruetas me atuso las plumas con el pico. Que una siempre tiene que estar presentable, pues no se sabe cuándo aparecerá el amor.
      Mira tú por donde… aquí viene mi amado. Qué galán y qué presencia, si hasta pa­rece que los brillos de sus plumas se acentúan, como tratando de no descolgarse de su estela, de no perderse tras su rastro.
Se me acerca, y yo, contenta como si hiciera años que no le veía, le busco con los ojos y con mis alas, y giro a su alrededor, gorjeando de pura felicidad. No me doy cuenta hasta que mi reflejo en el cristal me devuelve unos ojos grandes y brillantes, que son mis ojos, con un destello de dicha que tampoco logro recordar desde cuándo no sentía, y entonces nos veo juntos, con esta nueva imagen, este nuevo cuerpo que envuelve nuestras almas. Pero sigo siendo la misma, igual que él, mi amor, mi amado, que me llama, invitán­dome a seguirle. No lo dice con palabras, entre nosotros ya no son necesarias, me lo dice con el corazón, con su alma, y yo le comprendo de la misma manera que lo he hecho siempre.
      Ha venido a buscarme, a enseñarme el camino. A guiarme de su mano… o de sus alas, por el reino de los cielos que ahora es nuestro hogar. Por siempre.
      Y de nuevo me asalta la sensación de que algo no encaja, de que se me pasa por alto al­gún detalle importante.
      Entonces, gobernada por una fuerza superior, una energía que no puede proceder más que del amor, me acerco otra vez a la ventana. Y por primera vez mis ojos, mis nuevos ojos de golondrina, son capaces de ver tras el cristal con total nitidez. Ahora lo comprendo todo.
      Puedo verme a mí misma, o al menos lo que anteriormente fuera mi cuerpo, sobre la cama en esa habitación, de la misma manera que siento la emoción contenida de las personas que hay junto a esa envoltura vacía, pues mi alma habita ahora en otro lugar.
      Mi amor me indica que es hora de partir hacia ese lugar, que es el momento de la des­pedida. Y me pregunto si seré capaz de hacerlo, si lograré que esas personas que me miran a través del cristal me comprendan, y sepan cuánto les quiero… y que a pesar de mi partida siempre estaré con ellos…
      Ya no tengo palabras, solo algunos gorjeos y muchos trinos que no comprenderán. Sin embargo hay algo que nunca olvidaré y que no es otra cosa que los rostros de mis hijos, y tan sólo con verles en este momento, con apreciar el sutil cambio en sus caras mientras nos contemplan, y a pesar de las lágrimas que las surcan, sé que en el fondo nos reconocen y saben, también, que debemos partir.
      Mientras me alejo junto a mi amor, lanzo una última contemplación atrás, y me colma de dicha comprobar que esas personas que hay tras el cristal nos siguen con la mirada. Y ya no hay tanto dolor en ellas.

* * *

      Apenas llevaba unos minutos en la habitación y la sensación de vacío en el estó­mago no desaparecía. Al contrario, me daba la impresión de que iba a más, extendiéndose por mi interior como un cosquilleo, como si un montón de hormigas caminasen sin orden por debajo de mi piel.
      Mi madre permanecía en la cama con una serenidad en el rostro que no le veíamos desde bastante tiempo atrás. Cuando le tomé la mano, nada más llegar, la sentí cálida, y la tersura de su piel me indicó que estaba profundamente dormida. Tanto, que ése era precisa­mente el motivo por el que no me correspondió con una caricia. Luego, de la misma manera que se despierta a un bebé, la besé en la frente y le acaricié la mejilla.
      No se movió, ni siquiera esbozó una sonrisa. Mi madre se había quedado dormida para no despertar más. Aunque viéndola tan reposada, tan pacífica, tanto mis hermanos como yo no podíamos dejar de esperar que en cualquier momento abriese los ojos y, como nuestra madre que era, nos reprendiese igual que cuando éramos pequeños y la despertábamos con nuestros juegos.
      De repente aquella habitación se me quedó pequeña, igual que el vacío de mi inte­rior se hacía cada vez mayor, de manera que supuse que pronto no quedaría espacio allí para nada más que no fuese nuestro dolor y el inmenso amor que mi madre se llevaría consigo.
      Quise abrir la ventana, me hubiera gustado asomarme a ella y gritar con toda el alma… y llorar con todo el corazón. Pero no lo hice; mi cuerpo no respondía bien a mis deseos, de la misma forma que mi cabeza no parecía capaz de formularlos. Tan sólo conseguí acercarme a ella y mirar a través de sus cristales, dejando que mis ojos se pasea­ran por el horizonte impreciso en el que el mar se funde con el cielo. Ni siquiera conse­guía pensar, el vacío había alcanzado ya mi mente, bloqueándola casi por completo.
      Y de pronto la vi; al principio no era más que un pájaro que pasó fugazmente un par de veces por delante de mis ojos, más allá de la habitación, entre el infinito y el cristal de la ventana, pero poco a poco el animal pareció tomarme cariño, a mí o a la ventana de la habitación de mi madre, y no paraba de revolotear por allí, como bailando entre piruetas y exhibiendo un colorido que jamás había apreciado en ningún pájaro.
      Se trataba de una golondrina; una golondrina vivaz y juguetona que no cesaba de mo­verse de un lado a otro, permitiendo que los rayos del sol se derramasen sobre sus plumas, desprendiendo una gama de colores que iban desde el azul metálico hasta el anaranjado intenso de destellos eléctricos.
      Y me miraba, estoy convencida… aunque puede que en realidad estuviese contem­plando su propio reflejo en el cristal… pero también me miraba a mí.
      De repente estuve segura de lo que estaba ocurriendo, y casi sin poder articular las pa­labras agarré la mano de mi hermano para llamar su atención. No hizo falta nada más; los dos nos miramos a los ojos, enrojecidos, llorosos, durante un instante y seguidamente volvimos la mirada hacia mi otro hermano, que también se había percatado del extraño comportamiento de aquella golondrina.
      Cuando poco después apareció otra y se unió a la primera golondrina, el universo a mi alrededor se transformó por completo; el vacío que me abrumaba se disipó, de la misma manera que lo hizo la opresión que ejercía sobre mi mente la habitación en la que reposaba el cuerpo de mi madre. Entonces lloré, los tres lloramos, y por entre mis lágri­mas contemplé la alegría y el amor que se profesaban aquellas dos golondrinas, que jugueteaban en el aire, haciendo tirabuzones la una en torno de la otra… e incluso me pareció apreciar que se buscaban con sus picos, como buscando una caricia, o un beso, en su estado animal.
      Y por fin, cuando una intensa paz nos colmó, las dos aves nos dedicaron una última mi­rada a modo de despedida y emprendieron la partida.
      Por delante nos quedaba un día muy largo, tanto que se convertiría en dos, y tam­bién muy doloroso, ya que teníamos el deber de cuidar y preparar el cuerpo de nuestra madre para que comenzase a unirse con la madre naturaleza. Esa era nuestra misión.
      La de mi padre, en cambio, consistía en recoger el alma de su esposa y guiarla por los cielos hacia ese lugar en el que habitan las almas de las personas que queremos y que nos han querido. Por siempre… y para siempre.

A la memoria de Emilia González
Dedicado a sus hijos, los Guerrero.
Y, por supuesto, a los postizos.

Nerja, mayo de 2011         





No esperaba nada parecido y cuando lo he leído se me han saltado las lágrimas. Para mí ha sido impresionante, pero también pienso que mi crítica es subjetiva. Como cuentas en el relato espero que esas almas desde el cielo nos vean y velen por nosotros. También comentarte que seguramente cuando vea volar una golondrina ya no será lo mismo y algo en mi interior se……                                  
                                                                                           Emilio Guerrero

Me ha encantado tu último relato, no deja indiferente a nadie. ¿Qué sería de los humanos sin aquellos que son capaces de emocionar y transmitir sentimientos?
Gracias Plácido, gracias cuñado, gracias…hermano.
                                                                                         Ismael Almanzor

La verdad es que me hizo llorar antes de pasar a la página dos, en cuanto supe de qué iba el tema. ¡¡ Muy bonito !! me ha gustado mucho, a partir de ahora, cuando vea una golondrina no será solo eso, sino que siempre me recordará que hay alguien más que vuela en ella, a quien nunca olvidaremos.                              
                                                                                             Mª José Peláez

Es el relato más conmovedor y hermoso que he leído en mucho tiempo. Te felicito Plá, has tenido una capacidad de ternura, sensibilidad y amor, que has plasmado brillantemente en el relato que como te digo es conmovedor por la belleza plástica de las escenas que por otro lado son dramáticas.

                                                                                                Lucía Muñoz

¿Qué quieres que te diga…? He tenido que leerlo dos veces porque la primera, a medida que lo leía, se me ha ido formando un nudo en la garganta que me ha hecho terminar llorando como una Magdalena.
Tiene tanto sentimiento y ha significado tanto para todos ese momento que describes, que me ha parecido estar allí de nuevo mientras me lo contabas.
Es precioso y con mucha ternura.
                                                                                         Begoña González

Parece que hubieses estado revoloteando entre los Guerrero siempre. Nos tienes en el bote a pesar de habernos hecho llorar .... UN BESO de postiza a postizo.
                                                                                           Ángeles Ladaga

Mi querido amigo Pla:
Una vez leído, releído y vuelto a leer y releer, vaya por delante mi primer reconocimiento: el gran acierto del título... que solo se comprende en su totalidad al final.

Toda la historia rezuma una alegría desbordante a pesar de su dramatismo, una satisfacción de todas las partes que intervienen inconmensurable: la golondrina (madre) satisfecha y contenta del deber cumplido; la golondrina (padre) orgulloso de la felicidad que le proporcionó en vida, y cuyo amor reverdece con la muerte; la de los hijos, que, sintiéndose íntimamente unidos por el entrañable amor de sus padres entre sí, especialmente del dulce amor de su madre hacia ellos, saben ver, a través de la ventana, la pureza de un sentimiento y la profundidad de una vida entregada a los suyos.

Cada vez más amigo mío Pla: no tienes derecho (te lo he dicho en algunas ocasiones anteriores) a escatimarnos la riqueza de tus sentimientos, tu destreza con la pluma y tu grandeza de espíritu. Permíteme ser burdo: eres un tío cojonudo. Y gracias por hacerme partícipe.
José-Luis Félez

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