Y UN DÍA



Al fin y al cabo esto no es tan duro como yo me imaginaba al principio, pero claro, lo cierto es que antes de conocerlo por mí misma estaba realmente aterrada. Y ahora fíjate tú, incluso he hecho amigas nuevas y todo, de esas amigas que nunca olvidaré y con las que mantendré el contacto aunque no sea más que por carta. A veces lo comparo con el servicio militar en los hombres, esa mili que ya no existe y en la que se forjaban amistades para toda la vida, como decía mi padre.
La diferencia es que yo ya he cumplido mi primer año aquí y para mi licenciatura aún debo esperar otros dos años más. Ah, y un día; que por aquí se dice que ése último día, ése que te regalan para que los tres años no parezcan tan poco, ése que tan graciosamente menciona el juez un momento antes de dejar caer su mazo, es el día más largo y más duro de toda la condena.
¿Pues sabéis lo que os digo? Que tres años y un día me parece poco tiempo y que estaría dispuesta a pasarme encerrada en mi celda el resto de mi vida.
No, no estoy loca. Aunque seguro que pensaréis que sí, sobre todo cuando os confiese que estoy cumpliendo esta pena por un delito que no cometí. Lo juro, por lo que más quiero; soy inocente.
Seguro que os estaréis preguntando cómo es posible que esté en la cárcel sin ser culpable y, además, dispuesta a cumplir una condena mayor con mucho gusto. A ver si soy capaz de explicarlo para que me entendáis.
Mi hija tiene veintiún años, bueno, ya ha cumplido veintitrés… quiero decir que cuando tenía veintiuno me llamó una noche. Estaba muy asustada y hablaba con la voz entrecortada y tan bajito que a duras penas lograba entender algunas palabras sueltas. Como es natural, y si sois madres me daréis la razón, se me cortó el cuerpo y la ansiedad que me invadió fue tal, que llegué a creer que me estaba dando un ataque al corazón. Me sentía impotente, suplicándole a mi hija entre lágrimas que se tranquilizase, que me lo contase todo, que no se asustara… Tan sólo de recordarlo me pongo mala. De repente sonó un golpe y mi hija gritó, por poco se me cae el teléfono de las manos, y más gritos, de ella y de un hombre… y golpes de nuevo y más gritos… y se cortó la llamada. Creí morirme.
Me temblaban las manos y casi no veía la carretera, pero logré llegar a su casa sin tener un accidente de tráfico, aunque sí que lo tuve al bajar las escaleras de mi bloque, que por poco no me maté. Se me quedó el cuerpo dolorido y lleno de moratones, además de una ceja rota y el ojo a la virulé, pero eso no me detuvo; mi hija podía estar en grave peligro.
Cuando llegué a su casa me quedé de piedra. Estaba sentada en el jardincito que tiene delante de la puerta, en un banco de madera muy rústico con cojines de colores, fumando un cigarrillo. Mantenía la mirada perdida y por más que le pregunté no abrió la boca más que para tomar y soltar humo. Luego, después de que aplastara la colilla en el cenicero, me lo contó todo.
Yo ya me lo olía, por más que ella se negara a decírmelo… que una madre es capaz de sentir el dolor de su hija por muy lejos que esté; No vengas a casa que te puedo pegar la gripe, este fin de semana no iré a verte porque vamos de viaje, he pillado un herpes y por eso tengo los labios hinchados, me he dado un golpe con una puerta… algunas hijas se piensan que las madres somos tontas.
Metí mi Ford fiesta en la cochera y entre las dos logramos introducir el cuerpo de mi yerno en el asiento de atrás, liado en un plástico. Le ordené a mi hija que lo limpiase todo a conciencia, que no dejase ni rastro de sangre. Mientras yo me encargaría de dejar el cadáver en algún sitio apropiado. Al día siguiente, a primera hora, denunciaríamos su desaparición.
No hizo falta. A las siete de la mañana se presentó la guardia civil en mi casa y me detuvieron por asesinato. Al parecer no fui lo suficientemente discreta al detener mi coche en un callejón oscuro de los barrios bajos y alguien me vio sacando el cuerpo del difunto. En cuanto los agentes me vieron el corte en la ceja y el ojo morado ataron cabos, me leyeron mis derechos y me esposaron. Más tarde vinieron las pruebas; la sangre en mi coche, mis huellas en el cuchillo que arrojé a un contenedor, la teoría descabellada de que mantenía una relación con mi yerno y que le apuñalé por celos… En fin, que tuve suerte de que mi abogado consiguiese que me cayesen solo tres años y un día por homicidio involuntario en segundo grado. La Chelo, mi compañera de celda, se parte de risa cada vez que se lo cuento. Ella está aquí por varios delitos de drogas, y afirma que si hubiese tenido los ovarios de matar a su chulo cuando tuvo la ocasión, se habría ahorrado toda una vida de prostitución y drogodependencia. Ahora está limpia, me consta que hace meses que no se mete nada.
Pero lo importante es que mi hija está sana y salva en su casa, con la bendición de poder rehacer su vida y criar a mi nieta en libertad. La pequeña está preciosa… las dos lo están; vienen a verme dos o tres veces en semana, y cuando las contemplo, me siento orgullosa de lo que hice.
De todas formas, aunque es cierto que yo no asesiné a mi yerno —que el muy capullo se lo ganó a pulso por cocainómano, putero, machista y maltratador, entre otras cosas—, también lo es que no soy del todo una santa, ya que sí me cargué a otro hombre, hace ya muchos años. Lo maté a sangre fría y ni siquiera me acusaron de nada.
Todavía las Mata-mata de mi módulo me piden que lo cuente mientras almorzamos. Mata-mata es el nombre que utilizamos para las encarceladas por asesinato, y también están las Mata-Hari, o Mata-burros, que son las que se han cepillado al marido o al novio. Tenemos nuestra propia mesa en el comedor y las demás nos respetan… más bien nos temen. Somos algo así como la realeza de la prisión, la alta sociedad.
Se quedan con los ojos muy abiertos y una sonrisa malévola en los labios mientras les narro los acontecimientos:
Veinte años atrás, mi marido está borracho como una cuba —modulo la voz como lo haría un narrador—, sentado en la mesa, con los brazos apoyados en ella y los puños cerrados, el vaso de vino por la mitad —enfatizo con un movimiento seco de la mano—, la segunda botella casi vacía, en la tele hay fútbol, y el equipo de mi marido va perdiendo por uno a cero.
—¿Cuál era el equipo de tu marido? —interrumpe la Pelos.
—El Betis… o el Sevilla, ¿te quieres callar? —la corta la Chelo.
Mi marido me mira de reojo de cuando en cuando, y yo ya sé lo que eso significa. Cada vez que su equipo pierde… yo me llevo una paliza. Y la mitad de las que gana también. Y cuando llega enfadado de la calle… pues también —golpeo la mesa con los nudillos.
Pero yo ya estoy hasta el moño. Le termino de vaciar el vino en su vaso y me llevo la botella. Le pongo otra llena y me voy a ver a la pequeña, que duerme en su cuna. Mi marido empieza a gritar, me llama puta —paso la mirada de una a otra—. A su equipo le han pitado un penalti en contra. Alguna de ellas exclama un dramático ¡nooo! a pesar de que todas conocen la historia.
Entonces me sitúo a su lado. “Como nos metan otro te mato” me dice el muy cabrón. Sí cariño, le respondo.
Dicho y hecho; un golazo por toda la escuadra. Él vuelve la cabeza hacia mí, puedo ver sus ojos inyectados en sangre. Un instante, porque en seguida los inunda el terror. Y le endiño en lo alto de la coronilla con la plancha.
—¿Ha llegado ya a lo del penalti? —Pregunta la funcionaria, que se acababa de acercar a nuestra mesa.
—Calla —le ordena la Chelo.
Mi marido se queda sentado en la silla, inmóvil, con los ojos abiertos. Entonces cojo la tele y la quito de su sitio. Agarro a mi marido como puedo y lo monto encima del mueble, en el lugar de la tele. Y después le coloco la tele encima. —Me encanta ver sus caras cuando llego a este punto, es como si lo vivieran.
Las ruedas del mueble aguantan bien el peso. Comienzo a empujar cada vez con más fuerza hasta que lo saco todo por la puerta del balcón. El mueble choca con la baranda y mi marido y la tele caen a la calle desde el cuarto piso. —Algunas aplauden, otras gritan, y la Chelo parece que tiene un orgasmo.
Después llamé a la policía: mi marido ha tirado la tele por el balcón cuando han metido el penalti… y se ha caído, les dije llorando.
A pesar del toque artístico que le doy cuando se lo cuento a las Mata-mata, la verdad es que fue así como sucedió. Y es curioso, pero a nadie, absolutamente a nadie, se le ocurrió suponer que yo le matase. Todo el mundo dio por sentado que con la borrachera y el cabreo del penalti mi difunto esposo se cayó por el balcón al arrojar la tele.
De manera que ahora ya está claro el por qué de mi conformismo. Asesiné a mi marido cuando mi hija era un bebé y no fui acusada ni condenada. Y ahora, en cambio, he tratado de ayudarla a ella y resulta que termino en prisión. Pero no me importa; lo importante es que ella esté bien. A mí, al fin y al cabo, no me pesa demasiado estar aquí. De hecho, creo que dentro de dos años y un día me sentiré muy triste, especialmente ese último día, por tener que dejar a mis amigas, aunque… estoy pensando en montar una empresa con ellas. Algo que pueda ayudar a mujeres como yo y como mi hija, personas con problemas de verdad y que no son capaces de encontrar una solución por sí mismas. Como una empresa de fumigación o desratización, sólo que las ratas y las cucarachas serían los maltratadores que las golpean. Incluso a las que no tuvieran dinero les regalaríamos nuestros servicios.
Y si nos pillan… pues al talego, con las amigas.                

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