LA CHICA DE LA CURVA


LA CHICA DE LA CURVA
Relato galardonado con el 2º accésit en el XIV Certamen Literario “relatos románticos” de la asociación cultural La Aventura de Escribir.
Nerja, mayo de 2013


     Llegué varios minutos antes de las doce de la noche. La luna llena ya brillaba alta cercana al centro del cielo cuajado de estrellas que parecían escoltarla. A pesar de que estaba despejado, el frío era tan intenso que se me colaba en los huesos sin que la abundante ropa de abrigo que me había puesto lograse evitarlo. Pero eso carecía de importancia, lo único que la tenía es que iba a estar con ella una vez más. Lo demás no importaba.
     Aguardaba apoyado sobre el capó de mi coche, un modelo antiguo, con más de veintidós años, y que sólo sacaba del garaje cada noche de luna llena, cada veintiocho días, lloviese o helase, con viento o sin él, y conducía dos docenas de kilómetros hasta llegar a esta curva. Aquí estacionaba y esperaba a que ella apareciese.
     Como siempre la impaciencia pudo conmigo y miré el reloj para ver cuántos minutos, cuántos segundos, con sus décimas y milésimas, faltaban para que se cumpliese, una vez más, mi mayor anhelo.
     Y como siempre, también, tras comprobar que eran las doce en punto, al levantar la mirada me encontré con que ella ya estaba allí. En el ancho arcén de la curva, apenas a diez metros de mí, la descubrí bañada por la suave claridad de la luna.
     Aunque yo casi tiritaba de frío, no me sorprendió su ropa; un sencillo vestido blanco de verano ajustado al talle con una cinta ancha de color azul, que le llegaba por debajo de las rodillas y dejaba intuir una camiseta de tirantes bajo él. A sus pies, azules, las sandalias dejaban ver sus pequeños dedos.
     —Hola –le dije tratando de dotar mi voz de una sorpresa ingenua.
     Ella entonces reparó en mi presencia y me miró, más sorprendida de lo que yo pretendía. Este es uno de los momentos más difíciles, ya que a menudo parece asustarse de mí y, sin más, desaparece.
     —Hola –me contestó con una sonrisa, y supe que ésta no iba a ser una de esas veces.
     Con toda la naturalidad del mundo me contempló durante unos minutos, y después llevó sus ojos a algún punto indeterminado al otro lado de la carretera, en donde los dejaría, si yo no interviniese, hasta las claras del alba.
     —¿Te apetece oír un poco de música? –me aventuré a preguntar.
     —¿Música? –En el silencio de la noche su voz me llegaba como una melodía.
     —Tengo una cinta grabada con las mejores baladas y canciones románticas.
     Ella, entonces, inclinó levemente la cabeza a un lado, como si se lo estuviera pensando, y tras unos momentos comenzó a caminar hacia mí. Al borde del arcén, se desplazaba de una manera tan sutil que parecía flotar sobre el suelo.
     Yo abrí la puerta del coche y, separándome para no incomodarla, le hice un gesto para que entrase. Ella se detuvo y volvió a sonreírme, luego se sentó en el asiento y cerré la puerta, pero sin llegar a encajarla, sin golpearla, pues sabía que eso también la podía asustar. Después rodeé el vehículo, me acomodé en mi asiento y empujé la vieja cinta dentro del aún más viejo radiocasete; enseguida sonaron los primeros acordes.
     —¡Música! –Se sorprendió ella. Y yo volví a preguntarme por qué.
     ¿Por qué no recordaba esas canciones, que oíamos cada vez que yo lograba que entrase en el coche? ¿Por qué no recordaba que esa cinta se la regalé, hacía ya veinte años, por su aniversario? Y lo que es todavía peor, ¿por qué no se acordaba de mí y del tiempo que pasamos juntos?
     —Estás llorando –sonó su voz como un estribillo que bailase entre las notas de la canción. Y me di cuenta, como tantas veces, que las lágrimas resbalaban por mis mejillas.
     —Sí –susurré—, pero es porque soy muy feliz. —Y no mentía, puesto que los únicos momentos en los que me siento realmente feliz es cuando estoy con ella.
     Me sequé los ojos sin dejar de contemplarla, a mi lado, tan cerca… que casi podía oler el aroma de su piel, el frescor de su aliento… Y, sin embargo, sabía que no era real, que tan sólo existían en mis recuerdos.
Quería tocarla, tomar su mano entre las mías y besarla, arrastrarla fuera del coche y bailar con ella, abrazados, casi como un solo cuerpo… Pero esa tampoco era una buena idea; ella se marcharía antes incluso de que alcanzase a rozar su piel. Siempre era así.
     —Me gusta tu coche –dejó escapar como un suspiro.
     Eso fue toda una novedad. Durante los últimos veinte años, cada noche de luna llena a las doce en punto, yo me presentaba en aquella curva con mi coche, nuestro coche… Y algunas veces ni siquiera me daba tiempo a decirle hola cuando ya se había marchado, pero otras, como ésta, aceptaba la invitación y entraba para escuchar música; la cinta en la que había grabado nuestras canciones, como ella decía. Pero jamás hizo comentario alguno respecto al coche, hasta ahora.
     Su mirada se deslizaba por el salpicadero sin detenerse en nada en concreto, y, de pronto, lo hizo. Una leve arruga se formó en su frente al verse en el pequeño portarretratos sobre la radio, junto a mí, en una fotografía que nos hicimos poco después de comprar el coche.
     Tras unos segundos, su rostro se suavizó y volvió a dibujarse en él una sonrisa que sentí dedicada a mí cuando se giró. No sabría explicarlo, pero creo que no sólo había reparado en su imagen, sino que además se había reconocido.
     —¿Quién es, tu novia? –mi alegría se desvaneció… y con ella mi esperanza.
     —Sí –le contesté cuando me hube recuperado—, se llama Natalia, y es la chica más bonita del mundo.
     Ella amplió aún más su sonrisa. Yo compuse otra, aunque forzada.
     —Y él, ¿quién es?
     —Soy yo –logré decir con un nudo en la garganta.
     Entonces ella dejó escapar una risa infantil.
     —Pero, tú eres más viejo –y sentí sobre mis huesos los cuarenta y cinco años que tenía frente a la juventud desbordante que ella mantendría para siempre.
     —Es una foto muy antigua –traté de justificarme.
     Poco a poco su expresión se fue tornando seria, hasta que la sonrisa apenas era más que una mueca en la comisura de sus labios. Sus ojos, clavados en mí, me indicaban que algo, quizá en lo más profundo de su ser, comenzaba a luchar por emerger de sus recuerdos.
     —¿Quién eres? –me preguntó, apenas con un hilo de voz.
     —Soy Andrés, Natalia –y las lágrimas de nuevo me desbordaron, haciendo que su imagen se tornase acuosa.
     —Andrés –susurró ella, como si no fuese la primera vez que oía ese nombre.
     Muy despacio soltó sus manos, que mantenía sobre el regazo, y una de ellas comenzó a acercarse a mi rostro. Yo me quedé inmóvil, pues no quería interrumpirla, ni mucho menos asustarla, mientras contemplaba su cara que permanecía ahora inexpresiva. A mitad de camino detuvo su movimiento y la mano quedó elevada, entre los dos, con un levísimo temblor. Y pude apreciar en su ceño la marca inequívoca de la duda, algo que llevaba dos décadas sin ver.
     Tras unos momentos de indecisión, volvió a repetir mi nombre:
     —Andrés.
     Y su mano prosiguió, más temblorosa aún, su camino hacia mi mejilla.
     No puedo decir que me alegrase, ni que el miedo me impidiese moverme… ni siquiera soy capaz de expresar lo que sentí en el momento en que sus dedos estaban a punto de tocarme. Lo único que sé es que cerré los ojos, involuntariamente, por supuesto, anhelando ese contacto.
     Pero no llegó. Y cuando, pasados unos segundos, no sentí el roce de su piel en la mía, abrí los ojos, y ella ya no estaba allí.
     Entonces, como siempre que se marchaba, me derrumbé y rompí en llanto como un niño pequeño cuando su madre le abandona. Y lloré hasta que las primeras luces de la mañana comenzaron a despuntar por el horizonte. Y sólo entonces extraje la cinta, que no había parado de sonar una y otra vez, y el silencio me recordó, con su crudeza habitual, que el sueño se había terminado.
    Un rato más tarde guardaba el coche en el garaje. Ese coche que yo me empeñé en reparar a pesar de los nefastos recuerdos que me escupiría a la cara en cada ocasión que lo viese, y tras maldecirme mil veces, a mí y al puto cacharro, con su funesto fallo mecánico que nos arrojó fuera del asfalto en aquella curva, me metí en la cama dispuesto a continuar llorando mi desdicha hasta la próxima luna llena.


Para más información sobre la ceremonia de entrega de premios y para ver las fotografías:
http://nerjapop.blogspot.com.es/2013/05/la-aventura-de-escribir-premia-el.html?spref=fb
https://www.facebook.com/update_security_info.php?wizard=1#!/media/set/?set=a.511723115544337.1073741828.100001199588733&type=1

3 comentarios:

  1. Triste... Pero muy bonito.
    Sueños de fantasmas en un pasado, y el mismo sentimiento que mueve el presente y el futuro:
    El Amor.

    Mi enhorabuena Plácido.
    Un abrazo.

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    Respuestas
    1. Gracias, Mari Carmen;
      Me gustan las historias tristes (siempre ficcticias), lástima que a ésta no se le pueda poner un final feliz.

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